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Crítica teatral: La Niña de Canterville

  • Foto del escritor: La Mona Ilustre
    La Mona Ilustre
  • 17 oct 2015
  • 4 Min. de lectura

El nuevo trabajo de la compañía La Mona Ilustre, “La niña de Canterville” es una obra familiar basada en uno de los textos más célebres de Wilde, evidentemente, en “El fantasma de Canterville”. En sí mismo, resulta interesante que una obra publicada en 1891, en una realidad tan diferente de la nuestra como el Londres decimonónico, siga teniendo validez e importancia y me parece que esto se debe –sin duda- a la maestría de Wilde, pero también a la adaptación de la compañía que, para este caso, genera un puente entre el texto original y nuestro público.



Este viernes 16 de octubre se celebra el natalicio de Oscar Wilde y, sinceramente, se me ocurren muy pocos personajes que se le comparen en la inteligencia, el encanto, la creatividad y, por supuesto, que hayan vivido una historia tan desoladoramente trágica como él.

Personalmente, soy admirador de su obra que, ciertamente, incluye su propia vida y aunque esta predilección por Wilde no deja de resultarme ideológicamente sospechosa en mí mismo, en cierto sentido resulta natural también, especialmente cuando pienso en su remarcable genio, en la belleza de su obra y la crueldad de su destino en una Inglaterra victoriana que hasta hoy se arrepiente de tanto egoísmo, ceguera y brutalidad.

El nuevo trabajo de la compañía La Mona Ilustre, “La niña de Canterville” es una obra familiar basada en uno de los textos más célebres de Wilde, evidentemente, en “El fantasma de Canterville”. En sí mismo, resulta interesante que una obra publicada en 1891, en una realidad tan diferente de la nuestra como el Londres decimonónico, siga teniendo validez e importancia y me parece que esto se debe –sin duda- a la maestría de Wilde, pero también a la adaptación de la compañía que, para este caso, genera un puente entre el texto original y nuestro público.


La intriga, en el montaje, hace más compacta la historia y se toma libertades en torno al mundo representado, centra el núcleo temático en otro lugar, desplazando el eje estético original a uno relativo a la familia, sin embargo, la construcción del tópico relativo a las emociones y sentimientos que está en la obra de base, permanece arraigado en el trabajo de la compañía.

La puesta en escena concentra la interpretación de la compañía en la llegada de la familia Otis a la casa de Canterville, aquí, la familia está constituida únicamente por el señor Hiram B. Otis, los gemelos (apodados Barra y Estrella en el original), y Virginia Otis; la madre, Lucrecia Otis ha muerto y el otro hermano, Washington Otis, no figura en este universo. En la casa se presenta el ama de llaves que no es un paralelo de la señora Umney original y, por supuesto, el fantasma de Sir Simon Canterville.

Los cambios pertinentes a la adaptación no concluyen en esto, pues la historia se centra en la perdida de la madre de Virginia y la amistad que poco a poco va desarrollando con el fantasma, vinculo que remite a la amistad, la familia, el amor y la reconciliación, palabra esta ultima más bien desafortunada en el léxico chileno, pero correctamente trabajada en esta obra.



Miguel Bregante, el director, lleva a cabo un trabajo escénico de calidad. Pulcro, preciso, nada sucede al azar y la idea de puesta en escena cobra específico sentido aquí, precisamente porque el centro de su trabajo son los cuerpos y los objetos, utilizando cada espacio, gesto, mirada, máscara o cualquier otro objeto en lugares concretos, con sentidos específicos, en una economía tan precisa como competente. El teatro de objetos, el espacio mínimo e incluso la tira cómica, en tanto técnicas, pueden observarse –y disfrutarse- en el montaje.

Es fundamental el sentido del cuerpo y sobre todo de la kinética en el trabajo escénico, inscribiendo a los cuerpos como el centro del itinerario narrativo y escénico, sin convertirse (en absoluto) en danza, teatro performativo o dramaturgia corporal (como sea que se lea eso), por el contrario, Bregante se sirve de los elementos antes mencionados para impulsar una historia, contándola de manera organizada y legible, de hecho, hablamos de teatro, no diríamos para niños, pero sí familiar, transversal a diversas edades, gustos y miradas estéticas.

Un agrado extra en la obra fue ver dos cosas en torno a este punto. Primero, en la sala había gente de todas edades: adultos mayores, adultos, jóvenes y niños. Segundo, aún teniendo en cuenta el amplio repertorio de la audiencia, incluyendo niños, la obra no es “a prueba de tontos”, no subestima a sus receptores e incluso exige particular atención.


Miguel Bregante, el director, lleva a cabo un trabajo escénico de calidad. Pulcro, preciso, nada sucede al azar y la idea de puesta en escena cobra específico sentido aquí, precisamente porque el centro de su trabajo son los cuerpos y los objetos, utilizando cada espacio, gesto, mirada, máscara o cualquier otro objeto en lugares concretos, con sentidos específicos, en una economía tan precisa como competente. El teatro de objetos, el espacio mínimo e incluso la tira cómica, en tanto técnicas, pueden observarse –y disfrutarse- en el montaje.

Es fundamental el sentido del cuerpo y sobre todo de la kinética en el trabajo escénico, inscribiendo a los cuerpos como el centro del itinerario narrativo y escénico, sin convertirse (en absoluto) en danza, teatro performativo o dramaturgia corporal (como sea que se lea eso), por el contrario, Bregante se sirve de los elementos antes mencionados para impulsar una historia, contándola de manera organizada y legible, de hecho, hablamos de teatro, no diríamos para niños, pero sí familiar, transversal a diversas edades, gustos y miradas estéticas.

Un agrado extra en la obra fue ver dos cosas en torno a este punto. Primero, en la sala había gente de todas edades: adultos mayores, adultos, jóvenes y niños. Segundo, aún teniendo en cuenta el amplio repertorio de la audiencia, incluyendo niños, la obra no es “a prueba de tontos”, no subestima a sus receptores e incluso exige particular atención.

 
 
 

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